Versos envenenados es una novela, como lo son su título y la misma vida, llena de contrastes ya desde la primera página, que comienza con una descripción de Murcia en primavera, que huele a flores y aromas, para pasar al título de la desgarradora canción que el protagonista, Isco Vivas, va escuchando en su coche: Epitafio.
El autor, Francisco Javier Illán Vivas, nos conducirá por ese sendero en apariencia tranquilo, soleado, hermoso, mientras nos va mostrando las contradicciones más humanas (ambición, desnudez psicológica, celos, amistad, poesía, lujuria, muerte).
En el primer capítulo ya se habla de un asesinato (según se deduce, perpetrado por una mujer), como si de la crónica de una muerte anunciada se tratase; sin embargo, la trama no pierde interés sino que lo despierta, a la espera de los detalles. El título y el género de la novela (finalista en el premio Wilkie Collins de novela negra, 2018) auguran, además, algún tipo de relación entre crimen y poesía.
De una forma un tanto desordenada (como el autor explica en la nota final) se van introduciendo las historias entre los personajes, junto a pequeñas señales con las que se mantiene la tensión.
La novela está plagada de poesías, letras de canciones, citas de autores, artículos de periódicos, extractos de libros, etc.; parece como si, a través de la literatura escrita años ha, los personajes se vieran, explicaran e, incluso, justificaran a sí mismos. Son estos retazos literarios pequeñas pistas que, siguiendo la línea de contraste y desorden de la novela (producto de la contradicción y el caos humano), acompañan la historia, al tiempo que indican por dónde puede acabar. Las letras del libro forman un hilo de unión entre los personajes, que entablan amistad gracias, por ejemplo, a la común afición por la poesía:
—El gran mito de la poesía es que intenta explicar el mundo, como dice Luis Alberto: no es que proporcione sentido a las cosas, pero ayuda a transitar por ellas con mucha más comodidad y una pizca menos de angustia. (p. 160)
También el autor, Francisco Javier Illán Vivas, disemina sus propios escritos por toda la novela, aunque bajo la apariencia de un mal poeta, ya que atribuye estos a uno de los personajes: Carlos, que el autor describe como alguien que solo trata de expresar sus sentimientos.
Sin embargo, todo se teje muy subliminalmente, de modo que el lector poco avispado se encuentra con una gran sorpresa al final, tras un recorrido relativamente tranquilo, con historias y personajes que reconocemos en la vida diaria y que nunca imaginaríamos como asesinos.
El contraste se deja ver en las letras de las canciones: Epitafio, junto a Welcome to my world o Nosotros, aluden a tres facetas humanas bien distintas, lo que hace honor al dicho: «Nada de lo humano me es ajeno»; la poesía mezcla lujuria (Cuerpo de mujer…, de Neruda), romanticismo y paso del tiempo (Bécquer, Tenorio); la rabia de los celos (La abandonada, de Gabriela Mistral); e incluso parece querer justificar los terribles hechos que están por ocurrir: (El nombre de la rosa, de Umberto Eco):
…hay una cosa que excita a los animales más que el placer: el dolor (…). Cuando te torturan no dices lo que quiere el inquisidor, sino también lo que imaginas que puede producirle placer, porque se establece un vínculo (éste sí verdaderamente diabólico) entre tú y él…
(Tras esta cita, se narra: « ¿Se sentía ella atormentada, presa de ese placer que produce el dolor? No lo sabría decir, pero sí debía confesar que estaba excitada»).
La nota de realidad la ponen los distintos artículos que se mencionan: atentado del 14M en Madrid, asesinatos, investidura de Zapatero… Lo cual nos sitúa en una época determinada: 2004; y otros datos, como los que hablan de la EM (esclerosis múltiple), que diversifican el centro temático de la novela.
Los valores estables y permanentes de antaño se difuminan o pierden valor en esta novela en la que algunos de los personajes superan los límites de la ética. Porque una cosa es la escritura y otra la realidad. Se puede escribir de todo, pero no se puede hacer todo. Por eso, el hecho de que los personajes sean de lo más normal, de la vida diaria, hace más increíble el desenlace de la novela. El propio Illán define a las dos protagonistas como una especie de mantis religiosas, que devoran a sus amantes tras el acto erótico; pero lo describe como algo bello, ritual, de forma que ni las mismas víctimas parecen sufrir violentamente sino que da la impresión, en cierto modo, de que disfrutan de ello o que, en todo caso, viven sus últimos momentos como parte de ese ritual.
A mí me ha parecido una historia aparentemente muy normal, con entresijos como la ambición de Carlos, el hombre que quiere cumplir los sueños de una madre resentida y pisa a quien se le ponga por delante pero que, a su vez, aparece en su total desnudez ante una mujer; el empleado con esclerosis múltiple (EM) que no soporta ya su terrible enfermedad; la mujer celosa de la amiga que le roba los amantes; la lujuria que, junto a la poesía y los hombres, tienen en común las dos protagonistas, Marta y Carmen… ¿Quién no encuentra todo esto en la vida real, sin imaginar que por ello alguien se pueda convertir en un asesino y, menos aún, en mantis religiosa?
Para finalizar esta reseña, yo diría que en estas premisas que he expuesto, junto a la unión y relación de la poesía y literatura en general con los crímenes, descansa su originalidad. Y basándome en esta misma condensación de contenido en diferentes formas, la calificaría dentro del tipo de obras que hay que leer varias veces para ir encontrando y descifrando las muchas pistas que va dejando a lo largo de su desarrollo.
Clemen Corbalán, diciembre, 2018